Richard Rodríguez
Universidad de Panamá, Facultad de Humanidades- Departamento de Filosofía.
Panamá
rodriguezrichard2242@gmail.com
https://orcid.org/0009-0008-4660-6012
Fecha de entrega: 15 de junio de 2025.
Fecha de aprobación: 28 de octubre de 2025.
DOI: https://doi.org/10.48204/j.are.n51.a8852
Resumen
El presente artículo se centra en el
análisis de la relevancia que reviste la función reflexiva de la Filosofía para
la consolidación de un concepto de educación crítica, basado en los progresos
alcanzados por las humanidades digitales y los progresos de la cibercultura.
Ante el espectacular desarrollo de las nuevas tecnologías, el concepto
tradicional de Humanidades ha tendido que adaptarse a las nuevas realidades y
expectativas socioculturales de lo que debería aportar la formación
humanística. En tal sentido, este trabajo explora el concepto de humanidades
digitales y la manera en que replantean las antiguas nociones en el marco de la
llamada sociedad del conocimiento. Para tal efecto, la tradición filosófica
juega un papel de primer orden, como eje articulador de la reflexión. Por tal
razón, en este trabajo se contempla la noción de Filosofía como un medio para
reforzar la dimensión crítico- reflexiva de las Humanidades digitales. En fin,
a través de una metodología hermenéutico-crítica, este trabajo explora la
noción de educación crítica y cómo se inserta en el ámbito de las nuevas
tecnologías de información, particularmente, mediante la noción de humanidades
digitales. Lo cual conduce a la tesis central de que el acervo filosófico ocupa
un papel central en la fundamentación de una educación crítica, que saque el
máximo provecho del florecimiento de las humanidades digitales en el proceso
formativo.
Palabras clave: Humanidades, tecnología de la información, pensamiento crítico, filosofía de la educación, competencias.
Philosophy and the creative function of digital humanities: towards an effective concept of critical education
Abstract
This article focuses on analyzing the relevance of
philosophy's reflective function for consolidating a concept of critical
education based on the progress achieved by digital humanities and
cyberculture. Given the spectacular development of new technologies, the
traditional concept of humanities has had to adapt to new realities and
sociocultural expectations of what humanistic education should contribute. In
this regard, this work explores the concept of digital humanities and how they
rethink old notions within the framework of the so-called knowledge society. To
this end, the philosophical tradition plays a leading role as the articulating
axis of reflection. For this reason, this work considers the notion of
philosophy as a means of reinforcing the critical-reflective dimension of
digital humanities. Finally, through a hermeneutic-critical methodology, this
work explores the notion of critical education and how it fits into the field
of new information technologies, particularly through the notion of digital
humanities. This leads to the central thesis that the philosophical heritage
plays a central role in the foundation of a critical education that takes full
advantage of the flourishing of the digital humanities in the educational
process.
Keywords: Humanities, information technology, critical thinking, philosophy of education, competencies.
Introducción
El objetivo de este trabajo es resaltar de qué manera, gracias a elementos del pensamiento filosófico, se puede consolidar una educación crítica a través de recursos derivados de las humanidades digitales.
Desarrollo
Si nos detenemos en el
concepto de educación, es evidente que su densidad semántica hace muy difícil
que podamos forjarnos un sentido unívoco de todo lo que involucra. Con todo,
independientemente de la diversidad de ópticas desde las cuales se pueda
enfocar la educación, tenemos que todas coinciden en concebirla como un
elemento central para el perfeccionamiento de las competencias del ser humano y
el incentivo de su desarrollo integral. Así, evocando su origen etimológico (curiosa
doble acepción, derivada de los términos “educare”: entrenar o moldear; y
“educere”: extraer, hacer salir.), la educación opera como una especie de
nutriente de la mente, que coadyuva a extraer de los seres humanos las más
excelsas habilidades. En tanto, aludir a una educación crítica, supone, como
veremos, referirnos a unos de los principales vehículos para hacer frente a
los retos de la sociedad actual.
A todo esto, es importante tener presente que la educación, como cualquier otra manifestación cultural, viene profundamente influenciada por los escenarios emergentes de cada época. Y uno de los eventos que más han impactado al mundo moderno ha sido el avance inédito de las nuevas tecnologías informáticas. Estas, han sido estudiadas en el ámbito educativo desde múltiples ángulos; sin embargo, uno de los que precisa aun mayor profundización es lo relativo a las denominadas humanidades digitales.
Ciertamente, la impronta de las humanidades digitales es comprensible si tenemos presente el vertiginoso avance de las TIC´s y la aplicación de las herramientas de la web 2.0 en las áreas formativas. Con todo, aun teniendo esto en perspectiva, no cabe la menor duda de que esta masificación de datos e información no nos ha llegado sin paradojas. Por tal razón, en este trabajo sostenemos que la tradición filosófica debe jugar un papel central en toda esta dinámica, para sopesar la consistencia y calidad de las ideas que surgen de este proceso.
De hecho, la entrada en escena de la infoesfera y, sobre todo del ciberespacio, ha traído consigo una infinidad de encrucijadas acerca de la credibilidad y confianza en la data, al punto que las mismas fronteras entre verdad y ficción cada día se tornan más imperceptibles. Teniendo esto en perspectiva, muchas corrientes de pensamientos encuentran en las dinámicas sociales actuales profundos ecos de la postverdad, que ya anunciaba, con su singular maestría, Friedrich Nietzsche (2005) cuando afirmaba: “Lo cierto es que la verdad no se ha dejado conquistar: - y hoy hay toda especie de dogmática está ahí en pie, con una aflicción y desánimo” (p. 19).
Aunque somos conscientes de que la temática de la educación crítica trasciende con mucho la esfera de la educación formal, con el objeto de profundizar nuestros planteamientos, en este trabajo sólo nos circunscribiremos a esta.
La educación crítica pudiese ser entendida de muchas maneras; ahora bien, independientemente de las variaciones semánticas del término, en la raíz etimológica de “crítica” podemos encontrar cierta unidad de sentido. El término, derivado del griego κριτικός “kritikós” (“capaz de discernir”), que, a su vez, proviene del verbo: κρίνειν “krínein” (“separar, decidir, juzgar, discernir); implica que la información, los eventos de que tengamos conocimiento – e incluso nuestros propios pensamientos- sean sometidos a un examen riguroso, para que así podamos forjarnos juicios sensatos; depurados, al máximo, de sesgos, superficialidad o cualquier otra desviación de razonamiento que pudiese comprometer la confiabilidad comprensiva. De este modo, en palabras sintéticas, puede decirse que una educación crítica sería aquella que - oponiéndose al dogmatismo, la superficialidad y el adoctrinamiento- busca promover las habilidades reflexivas y analíticas.
En este punto, cabe aclarar que la idea de dogmatismo, derivada del término doxa (δόξα), al remontarse a las primeras etapas de la Filosofía misma, ha sido apropiada con múltiples acepciones en el debate filosófico. Con todo, el sentido que más ha resonado es el que propuso Parménides, que la concibe como una opinión confusa, muchas veces superficial y engañosa.
Retomando la noción de educación crítica, conviene tener muy presente su relevancia como un componente fundamental para que las personas puedan hacer frente a los desafíos del mundo moderno ha sido reconocida por las más diversas filosofías de la educación, al punto que todas coinciden afirmar que el arcaico paradigma memorístico, centralizado en la mera acumulación de datos, no es suficiente para formar individuos capaces de insertarse efectivamente en sociedades tan complejas como las de hoy en día.
En relación a aquella estrecha concepción, Paulo Freire probablemente haya sido uno de los pensadores que mejor supo describir su miopía, cuando, en su celebérrima obra, sostuvo:
Tal es la concepción «bancaria» de la educación, en que el único margen de acción que se ofrece a los educandos es el de recibir los depósitos, guardarlos y archivarlos. Margen que sólo les permite ser coleccionistas o fichadores de cosas que archivan (Freire, 1970, p. 78).
Si bien es cierto que, a la fecha, reconocer la pertinencia de estas observaciones freireianas es una cuestión que no suscita mayores controversias, sobre todo en lo que atañe a su cuestionamiento de posturas excesivamente mecánicas y repetitiva de la educación; lo que sí sigue generando debates es lo concerniente a la manera en que debería ser entendida la crítica en una propuesta pedagógica concreta. Es en este punto que se hace patente el componente ideológico que subyace a las variadas perspectivas críticas de la educación, expresadas en el modo como responden a interrogantes tales como: ¿cuáles deberían ser los principales objetos de la crítica?, ¿cuáles serían los límites de dicha crítica?, ¿de qué medios y recursos debería valerse?, ¿cuál sería la justificación y sentido de la misma ?, ¿quiénes serían los principales actores involucrados?, ¿cuáles deberían ser los principales escenarios? y un largo etcétera.
Con esta panorámica por delante, todo indica que uno de los conceptos que parece ser más útil para un abordaje más detallado de esta materia es el de currículo (del latín curro, currere, correr). Aun siendo conscientes de que el término currículo es muy polisémico, grosso modo, podemos decir que alude a la ideación, diseño y puesta en ejecución del plan educativo. Y aunque es muy común que se le tienda a asociar con la pura estructuración institucional de los planes de estudio, la verdad es que el concepto trasciende con mucho dicha significación. De allí que, a lo largo del tiempo, fuesen emergiendo ciertos calificativos para dar cuenta de sus diversas connotaciones, sobre todo en lo referente al ámbito social y cultural, más allá de las entidades educativas propiamente dichas. Como ejemplo, entre otras, podemos señalar terminologías tales como: Currículo real, currículo oculto, currículo nulo, currículo implícito, etc. Y, para una apretada síntesis de las diversas concepciones del currículo, pudiese ser de mucha utilidad consultar a (Navas, 2020); particularmente sus dos primeros capítulos.
A la luz de estas consideraciones, vienen como anillo al dedo las palabras de un texto clásico cuando sostenía que:
Intentar planificar el currículum sobre la base de una neutralidad, que se fundamenta sobre el carácter universalista, científico y objetivo del currículum, es desconocer, de plano, principios básicos sobre los cuales debe sustentarse la planificación y el desarrollo curricular, a saber: la relación que el currículum debe tener con la realidad económica, productiva y de trabajo de un país, con el contexto social de cada uno de los grupos poblacionales, sus condiciones de vida, de trabajo y aspiraciones futuras, sus valores, en una palabra su cultura específica (Magendzo,1986, pp. 22- 23)
Así, pues, lo relevante, en este contexto, es tener en perspectiva que el currículo no es un fin en sí mismo, sino que, más bien, debería ser el producto de las expectativas y demandas fundamentales de la sociedad en que se enmarca. Ahora bien, habiendo llegado a este punto, la cuestión se torna complicada desde el momento que uno se plantea la identificación puntual de cuáles serían dichas aspiraciones. Sobre todo si tenemos presente que la mayor parte de las sociedades actuales son pluralistas y heterogéneas, no sólo a nivel étnico, sino también ideológico. En tal sentido, se impone la siguiente interrogante: ¿en qué medida es posible sintetizar todos los ideales colectivos en un sólo paradigma educativo crítico?
Sobre lo señalado, ciertamente no suena plausible pensar que resulte algo sencillo hablar de un modelo educativo crítico único. Con todo, eso no parece ser óbice para que pueda ser considerado un núcleo común subyacente a cualquier educación que presuma de ser crítica, independientemente de las peculiaridades diferenciadoras de cada una de ellas. De este modo, hoy por hoy, somos testigos de múltiples marcos ideológicos, que- incluso con perspectivas significativamente contrapuestas - han coincidido señalar puntos claves, indicativos del carácter crítico de la educación.
Cabe señalar que un hilo articulador de estos puntos es el concepto de competencia. El principal objetivo que se persiguió al introducirlo en el ámbito educativo fue superar la concepción puramente abstracta y conceptual del proceso educativo. Esto con el propósito centrarse en el desarrollo de habilidades y destrezas que permitiesen a los estudiantes desenvolverse de forma efectiva en la vida concreta.
Ahora bien, una de las dificultades del término “competencia” es su pluralidad semántica. Y, concretamente, la que más roces ideológicos ha generado ya que se vincula a la connotación de competición que tiene el vocablo. En tal sentido, algunos cuestionan que, al hablar de competencia, se refuerza el individualismo y el afán de triunfo en detrimento de los valores sociales y cooperativos. Con todo, dicho reparo parece un tanto excesivo, toda vez que el paradigma de las competencias también apuesta por el fortalecimiento de las habilidades colaborativas y asociacionistas, sobre todo en la construcción de conocimiento.
Por otra parte, es obvio pensar que todas las personas no lograrán los máximos niveles de desarrollo en sus capacidades. Sin embargo, nos percatamos que, en el enfoque de competencias se reconoce un amplio espectro de destrezas. Por tanto, bien pudiese afirmarse que, en el marco de esa diversidad de destrezas básicas, cada individuo destacará en las que sean más afines a su persona; de allí que pueda afirmarse que, en el escenario de competencias, cada sujeto se inclinará por aquellas actividades que le permita desarrollar su máximo potencial.
A nivel programático, la propuesta de un conjunto de “Habilidades para el siglo XX” representa la articulación más sistemática de dicha iniciativa. Aunque, en sentido estricto, no podemos afirmar que este planteamiento derive de una sola fuente, lo cierto es que la publicación del famoso Informe Delors, bajo el auspicio de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, 1996) marcó un hito en la génesis de este ambicioso proyecto. Con posterioridad la Organización para el Desarrollo de los Ecosistemas Culturales (ODEC) y otras organizaciones supranacionales y nacionales se han dedicado a ofrecerle una articulación conceptual más acabada a la idea.
A todo esto, se debe reconocer que una distinción tajante entre el ámbito conceptual y la dimensión práctica de la vida es un tanto engañosa, toda vez que lo que se denomina “práctico” no es más que el resultado visible de nuestros pensamientos y de las ideas que guían la acción humana. Es decir, lo que se resalta desde el enfoque de competencias es que los saberes deberían estar orientados a perfeccionar nuestra praxis. Por tanto, a la luz de este esta visión, más que aspirarse a una escisión entre el plano conceptual y el de la acción, lo que se pretende es reforzar un proceso integrador, que, a la postre, traiga como resultado un modelo holístico de educación, en el cual se involucren las facultades básicas para la realización de una vida plena.
Sin duda alguna, se pudiese decir mucho en torno al paradigma de competencias y habilidades; ahora bien, en el marco de nuestra reflexión, el aspecto que se busca resaltar es el particular énfasis que coloca en la dimensión reflexiva- es decir crítica- de la educación que, por su parte, es entendida desde un prisma amplio, que comprende no sólo elementos puramente académicos, sino también cuestiones fundamentales para la formación integral del individuo, tales como inteligencia social, intrapersonal y emocional y la resolución de problemas.
Habiendo delineado caracteres básicos sobre nuestra idea de educación crítica y el impacto de la perspectiva de competencias en su configuración, es momento que ahora desarrollemos con más detalle la noción de humanidades digitales y su relación con las ideas ya esbozadas. Como punto de partida, conviene tener presente que los estudios humanísticos comprenden una vastísima cultura, cuyos orígenes pueden rastrearse hasta muchos siglos atrás. Por tanto, no es de extrañar que el calificativo de “digitales” requiera de cierta aclaración. De hecho, aunque la versatilidad del corpus humanístico per se es más que evidente, debe reconocerse que los avances de las nuevas tecnologías de información han abierto paso a terrenos sumamente novedosos para las Humanidades.
Sobre el vocablo “Humanidades” existe mucho debate en el mundo académico. Es conocido que el término deriva de los pensadores renacentistas, quienes, apoyándose en la tradición greco-latina, se valieron de la expresión “studia humanitatis” para resaltar el carácter seglar de sus inquietudes, frente a excesos teológicos del medievo. Ahora bien, ¿qué debemos entender hoy en día por Humanidades?, ¿qué disciplinas comprende?, ¿cuál es su ámbito de acción?, ¿cuál es su pertinencia?, ¿cuál de todas sería la nomenclatura más adecuada?: Ciencias Sociales, Letras, Estudios Sociales, Ciencias Humanas, Estudios Culturales, etc.
Respecto a los antecedentes y el estatus epistemológico de las Ciencias Sociales, una referencia de singular valor es, a no dudarlo, Wallerstein (2006). No obstante, detenernos a discutir pormenorizadamente estas interrogantes ameritaría un examen aparte, máxime si tomamos en cuenta la gran diversidad semántica que encierra esta idea. Ahora bien, de forma abreviada, consideramos que la conceptualización de “Humanidades” que nos ofrece Drees (2021) presenta una perspectiva muy sugerente acerca de cuál vendría a ser el sentido de las mismas en el mundo actual: “Las humanidades son disciplinas académicas en las que los seres humanos buscan comprender la autocomprensión y la autoexpresión humanas, y las formas en que las personas construyen y experimentan el mundo en el que viven” (p. 12).
Es decir, la meta principal de éstas será posicionarse críticamente en este entorno en formación, dotándole de sentido y pertinencia. De hecho, la migración de miles de documentos del soporte físico al electrónico, además del gran volumen de datos que se generan en la web, representa avance muy significativo en cuanto a la disponibilidad de información. Sin embargo, en vista de la incalculable cantidad de datos, también se impone que la nueva generación de estudiantes esté dotada de más habilidades que les permitan discernir, organizar y analizar, con criterios mínimos de calidad, una data tan exorbitante. Por tal razón, no debería extrañarnos que la temática de la comprensión crítica de la información, particularmente de la digital, represente uno de los principales tópicos que merezcan ser considerados en la educación de nuestro tiempo.
Por otra parte, aunque la idea está lejos de ser nueva, podemos decir que el concepto de Humanidades Digitales aún está en construcción y no se entiende de la misma forma en todas las sociedades. Algunos teóricos remontan sus antecedentes hasta las iniciativas de Roberto Busa, en los años 40’s, que alcanza su cenit con el famoso Index Thomisticus; lo cierto es que los países que se consideran como pioneros en la consolidación de las Humanidades Digitales son Inglaterra y los Estados Unidos, sobre todo a partir de los 90’s; y, a nivel teórico, la obra titulada A companion to Digital Humanities (Schreibman et al., 2004), es considerada una obra seminal y, especialmente, una figura asociada a esa obra colectiva: John Unsworth.
Para un abordaje sintético de estas cuestiones, resultaría útil revisar a Berry (s.f.). En tanto, los países de habla hispana no se han mantenido al margen de la discusión; y destacan España, México y Argentina, que no sólo se han involucrado de lleno, sino que también han organizado, respectivamente, congresos emblemáticos tales como: Congreso de Humanidades Digitales Hispánicas en 2013; RedH, México de 2011 y Asociación Argentina HD en 2013.
En cuanto al concepto de Humanidades Digitales, hay multiplicidad de posiciones y aún se sigue aportando mucho al debate. Con todo, una de las iniciativas colectivas más ambiciosas en torno al tema (a través de la llamada THATCamp Paris Non-conférence sur les Humanités numériques, 2010) insinuó, mediante su Manifiesto de las Humanidades Digitales 2010, párr.6), una noción- hoja de ruta, señalando, en su punto 3: “Por Humanidades Digitales se entiende una “transdisciplina” portadora de los métodos, dispositivos y perspectivas heurísticas relacionadas con procesos de digitalización en el campo de las Ciencias Humanas y Sociales.”
La intensa discusión de este tema en las comunidades académicas representa una oportunidad para refrescar la deliberación sobre el papel de las Humanidades y su importancia en la sociedad contemporánea. Si bien es cierto que con la sustitución de la expresión “Informática Humanista” por “Humanidades Digitales” se pretendió superar la idea de que sólo estamos hablando de un papel marginal de las Humanidades; es evidente que hay mucho que avanzar en ese sentido. Sobre todo cuando nos encontramos con conceptualizaciones como las siguientes: “Podemos afirmar que las HD son una combinación de recursos computacionales, de un acceso distribuido a conjuntos de datos masivos, un uso de plataformas digitales para la elaboración y comunicación e instrumentos de visualización” (Ursua, 2016, p. 34).
Dejando de lados los cuestionamientos que pudiesen hacérsele a la coherencia misma de dicha definición, lo que llama la atención es que, en un artículo que pretende poner de relieve el pensar humanístico, el lugar de las Humanidades sea tan pasivo. En esa colaboración entre las nuevas tecnologías de información y comunicación, las Humanidades deberían jugar un papel más activo y reflexivo. ¿En qué sentido?: Al momento de darle forma al concepto de “Humanidades Digitales” y expresarlo en contenidos programáticos, metodológicos y estructurarlo teóricamente, es ridículo pensar que simplemente estamos cambiando odres viejos por odres nuevos; es decir, asumir que todo se circunscribe a la mera implementación de nuevas tecnologías asociadas al desarrollo de la informática y la red de internet, como reemplazo de los medios tradicionales que eran utilizados para la comunicación de los saberes humanísticos.
Sin lugar a dudas, la idea de humanidades digitales no se limita a una labor meramente mecánica, de pura digitalización, almacenamiento y difusión de datos. El concepto implica, además, estadios de muchísima más complejidad. A saber, la etapa de sistematización y ordenamiento de dichos contenidos, para garantizar su comprensión. Y, por otra parte, la labor preparatoria y formativa, relacionada al fortalecimiento de las aptitudes reflexivas y críticas de los individuos, que les permitan sacar el máximo provecho de los contenidos compartidos
En tal sentido, la consolidación de un concepto de humanidades digitales y un programa de acción orientado a potenciar las habilidades de razonamiento (y no de mera memorización) constituye una coyuntura ideal para que las Humanidades reivindiquen el sitial que les corresponden como referentes de pensamiento sistémico y holístico.
Ahora bien, aun teniendo presente las múltiples voces laudatorias de las humanidades digitales, debe tenerse presente que dicha idea también ha suscitado debates acalorados y dignos de atención, sobre todo de quienes las ven como coadyuvantes del sistema capitalista inequitativo. Para una aguda reflexión, muy bien documentada, puede consultarse, provechosamente, a Alibar Puentes (2018).
En efecto, este tipo de cuestionamientos nos alertan sobre el hecho de que el desarrollo o no de iniciativas relativas a las humanidades digitales no depende únicamente de puras apreciaciones teóricas, sino que guarda mucha relación con la política institucional concreta de las entidades educativas y la capacidad de diálogo entre los diversos actores involucrados. Lo cierto es que la promoción de programas de investigación y de enseñanza desde este enfoque parece un imperativo difícilmente soslayable; sobre todo si tenemos presente que cada día es más importante el intercambio interdisciplinario y la integración de saberes para hacer frente a las demandas comunitarias, que van mucho más allá de las instituciones educativas formales.
En el siguiente acápite dedicaremos algunas líneas a profundizar la importancia del pensamiento y la reflexión, como columna vertebral de las Humanidades.
Función crítica de la filosofía:
Previamente sostuvimos que, en la consideración de un concepto de Humanidades Digitales, lo ideal es entender las Humanidades como un elemento activo, que no se restrinja a ser un muestrario de saberes. Sino que más bien ofrezca las bases para el fortalecimiento y desarrollo de las competencias reflexivas. En ese marco, la tradición filosófica, desde muy antiguo, se ha preocupado por subrayar esa función críticay autocrítica del saber. La consciencia de esta necesidad no ha pasado desapercibida ni siquiera a los enfoques más positivistas, asociados a la Information Science. No está de más aclarar, en este punto, que, al aludir al término kritikós - del griego κριτικός- capacidad de juzgar o discernir, la expresión no encuadra con la connotación maliciosa o insidiosa que suele primar en el imaginario popular; sino que, más bien, se refiere a la capacidad de discernir y examinar los hechos y nuestras propias ideas antes de darlas por ciertas o válidas. Por tanto, ese es el sentido de “crítica” a que nos referimos en estas reflexiones.
Es muy probable que el producto más refinado de esas inquietudes sea la propuesta de la llamada “Knowledge Pyramid”, que, dependiendo de sus diversas versiones, nos habla de estadios de complejidad que van, desde el más elemental (datos o información), hasta el más alto y profundo (sabiduría o inteligencia). Sobre el particular existe abundante literatura; sin embargo, lo que nos interesa enfatizar aquí es la relevancia de no confundir información (que para el propósito de este trabajo la entendemos como datos registrados en nuestra memoria sin mayor examen crítico), con sabiduría. Puesto que la sabiduría, desde nuestra perspectiva, encierra, por lo menos, dos aptitudes (¡y actitudes!) básicas:
- La intelectual: relacionada al análisis y comprensión de la información y los datos.
- La moral: que nos evoca phronēsis griega, que destaca como prudencia; sabiduría existencial, cabría agregaría, para sopesar mesuradamente los riesgos o ventajas que podrían traer para uno como persona (o para la sociedad) el tratamiento o divulgación de determinada información.
En torno a este segundo componente, es bueno recordar que un antecedente de la noción de Humanidades deriva de la expresión “humanitas” ciceroriana, que no sólo recoge la dimensión intelectual de la paideia griega, sino que también encierra la dimensión moral, concibiendo así una educación integral, comprehensiva tanto del intelecto como del carácter de la persona.
Quizás haya sido la preocupación por esa sensación de superficialidad que atiborra hoy en día a gran parte de la cultura contemporánea (sobre todo a la asociada a la cibercultura) lo que inspiró a varios intelectuales a pensar títulos tan cargados de pesimismo como: “La Sociedad del Riesgo” (Ulrich Beck), “La sociedad del hastío” (Roland Nitsche), “Tiempos líquidos” (Zygmunt Baumann) y muchos otros del mismo tenor.
En todo caso, estas cuestiones, realmente, no son nuevas, sino que han subsistido generación tras generación en los libros tan atesorados por la cultura humanística. Sin embargo, las mismas pudiesen parecer una cuestión bastante aburrida y estéril para las nuevas generaciones; sobre todo para una sociedad en la cual, frente a los iphone, tablets, laptops, etc., los libros tienen más tufillo a reliquia que a cualquier otra cosa. Después de todo, ¿qué puede representar un texto amarillento y caduco en un mundo en el cual el “conocimiento” está al alcance de un solo tecleo?...
Sobre esta materia, el interés aquí no radica en controvertir la relevancia, indudable, que tiene el mundo digital en nuestras vidas; ahora bien, las preguntas básicas serían, ¿hasta qué punto toda la información que ha puesto a nuestra disposición ese mundo digital tiende a convertirse en sabiduría para la mayoría?, ¿hasta qué punto nos acerca al ideal de sociedad ilustrada?
La respuesta es sencilla: los miles de escándalos, la “epidemia” de ciberacoso, las estupideces y banalidades diarias, asociadas al uso de las redes sociales, son la mejor prueba de que algo no cuadra: más pareciese que cada día nos volvemos más dependientes de los dispositivos, al tiempo que se atrofia nuestra capacidad de analizar y evaluar la información que nos llega. Y, peor aún, lo que suponemos información muchas veces no es más que des- información y drama estéril. Llama poderosamente la atención cómo pueden darse mezclas tan absurdas como las siguientes: que los nativos digitales, pese a su corta edad, gracias a sus todas sus destrezas en el manejo de smartphones, tablet y un largo etcétera, puedan dejar atónitos a sus padres; sin embargo, no pareciera haber correspondencia entre dichas habilidades y su capacidad reflexiva para sopesar con madurez las implicaciones éticas del tratamiento de la información difundida mediante los dispositivos tecnológicos. En este sentido, uno de los casos más sonados, a nivel mundial, fue el del famoso juego de la ballena azul. Planteada así la cuestión, ¿de qué sociedad del conocimiento podemos ufanarnos hoy por hoy? Al traer esto a colación, se reitera, no hay un afán por desconocer la trascendencia de las nuevas tecnologías; pero sí de hacer un llamado de atención sobre el valor que tiene el pensamiento crítico- legatario de una densa tradición filosófica, inserta en la cultura humanística-, para poder sacar el máximo provecho de la cibercultura y evitar que su valor educativo sea menoscabado.
Si bien es cierto las instituciones educativas tiene ante sí un enorme compromiso de incorporar, de forma crítica- y no sólo memorísticamente - los saberes humanísticos, armonizándolos con los científico- técnicos en sus diseños académicos; no debemos perder de vista que el desafío más grande que tienen por delante es su proyección hacia la sociedad. Un dilema que, por cierto, tiene antecedentes de mucha riqueza teórica -y que vale la pena tener presente-, ya desde la vieja controversia sobre la relación entre las Geisteswissenschaften (Ciencias del espíritu) y las Naturwissenschaften (Ciencias de la naturaleza), llevado a su máxima potencia por Dilthey; hasta las disputas del positivismo en la sociología alemana y sus versiones menos densas con Charles Snow y su tesis de las dos culturas. Luego, retomando la disyuntiva, cabría interrogar: ¿Qué propuestas puede ofrecer, en el presente, el mundo académico para formar ciudadanos más comprometidos con valores democráticos y principios cívicos, de forma tal que el portentoso acervo digital no termine por convertirse en una mera incubadora de “fake news” y sandeces virales? Y, a la luz de esta discusión, otra interrogante que pudiésemos formularnos sería: ¿cómo se imbrica el aporte reflexivo de la Filosofía en el ámbito de las humanidades digitales, concebidas como proyecto de reflexión?
Sobre esto, lo primero que hay que tener presentes es que en una iniciativa de este tipo se tienen que tomar en cuenta dos ideas básicas de educación: por un lado, el de educación formal; y, por otro, el de educación para la vida. Uno de los momentos claves en la forja de esta idea, en tiempos recientes, fue la publicación, en 1996, de un texto del cual ya hemos hecho alusión, La educación encierra un tesoro, también conocido como el Informe Delors. En tal sentido, el texto nos propone la famosa tesis de los cuatro pilares, en los siguientes términos:
Para cumplir el conjunto delas misiones que le son propias, la educación debe estructurarse en torno a cuatro aprendizajes fundamentales, que en el transcurso de la vida serán para cada persona, en cierto sentido, los pilares del conocimiento: aprender a conocer, es decir, adquirir los instrumentos de la comprensión; aprender a hacer, para poder influir sobre el propio entorno; aprender a vivir juntos, para participar y cooperar con los demás en todas las actividades humanas; por último, aprender a ser, un proceso fundamental que recoge elementos de los tres anteriores. Por supuesto, estas cuatro vías del saber convergen en una sola, ya que hay entre ellas múltiples puntos de contacto, coincidencia e intercambio (UNESCO, 1996, pp. 95, 96).
Aun cuando, en principio, la educación formal también involucra tópicos vinculados al segundo tipo de educación, es un hecho cierto que, durante mucho tiempo, en los esquemas tradicionales no se han integrado de la manera más efectiva los ejes temáticos de la educación para la vida, tal cual como han advertido reiteradamente teóricos de la educación crítica.
En torno a esta cuestión, Henry Giroux (1997) una de las voces más autorizadas sobre esta materia, muy bien sostenía que:
En la visión del mundo de los tradicionalistas, las escuelas son simplemente lugares donde se imparte instrucción. Se ignora sistemáticamente el hecho de que las escuelas son también lugares culturales y políticos, lo mismo que la idea de que representan áreas de acomodación y contestación entre grupos culturales y económicos con diferente nivel de poder social. Desde la perspectiva de la teoría educativa crítica, los tradicionalistas dejan de lado importantes cuestiones acerca de las relaciones existentes entre conocimiento, poder y dominación (p. 32).
En tal sentido, uno de los principales objetivos de las orientaciones críticas de la educación es fusionar en un solo modelo los dos conceptos de educación que hemos mencionado; especialmente porque, indistintamente de la diversidad de los itinerarios formativos que existan, todas deberían considerar el fomento de cualidades básicas comunes propias de cualquier individuo que aspire a desempeñarse efectivamente en la vida práctica. Por tal razón, lo que se pretende en las consideraciones siguientes es identificar elementos fundamentales, intrínsecos a la formación integral de las personas, que siempre habría que tener en cuenta, independientemente de cuál sea el perfil profesional al que nos estemos refiriendo.
Así, pues, nos concentraremos en tales elementos, resaltando cómo la reflexión filosófica enriquece reflexivamente el patrimonio conceptual de las Humanidades Digitales en pro de una educación más crítica:
Función sistematizadora de la información
Técnicamente hablando, “big data” refiere a toda una especialidad en las tecnologías de la información; sin embargo, aquí nos queremos detener en el sentido más llano de la expresión, porque literalmente eso es lo que está ocurriendo: diariamente se generan una cantidad gigantesca de datos, muchas veces antagónicos y disperso, que pareciera obnubilar nuestro entendimiento, más que darle luces. Frente a este panorama, en el cual muchas veces se confunde información con des- información, se impone el desconcierto epistemológico y tiende a primar el discurso baladí, el pensamiento filosófico, ya desde la Antigüedad, ha ofrecido una propuesta valiosa a través de las operaciones o funciones conceptuadoras. Esas operaciones aluden a tres actividades básicas del pensamiento: la definición, la clasificación y la división.
Corrientemente se piensa que estas funciones son sencillas; no obstante, lo cierto es que nuestra comunicación adolece de muchas imprecisiones, tergiversaciones y simplificaciones (a todos los niveles), la mayor parte de las veces debidas a la insuficiente atención que le prestamos al funcionamiento de estas operaciones mentales. Abundar sobre la temática, nos sacaría del tema principal; pero lo que nos importa resaltar aquí es la relevancia de comprender estas operaciones al momento de organizar y sistematizar cantidades infinitas de datos; de forma tal que se facilite una visión de conjunto de la información. Asegurando, de este modo, que ésta pase por un filtro reflexivo y analítico que sopese la consistencia de los conceptos, su articulación teórica y su efectividad para dar cuenta de los procesos y fenómenos a que refiere. Así, únicamente cuando hayamos organizado la información, ubicando su lugar en un contexto macro que ha valorado su confiabilidad y valor; es que estaríamos en la ruta hacia la conversión de la “big data” en algo más cercano a la sabiduría.
Debemos reconocer que los avances de la Inteligencia Artificial, los sistemas expertos de gestión de conocimiento y el “boom“ de la Web 3.0 parecen prometer mucho en cuanto a las aplicaciones educativas de las TIC´s; pero lo cierto es que, para que dicho proyecto no naufrague en la quimera, se precisará de seres humanos con habilidades reflexivas que les permitan aprovechar dichos recursos y que potencien las habilidades de razonamiento; en lugar de convertirlos en meros autómatas, dependientes de los dispositivos.
De hecho, la relevancia que tiene la clarificación del lenguaje en la comprensión de los problemas ha sido un punto que ha sido destacado por diversas escuelas filosóficas, al punto que algunos filósofos incluso han llegado a insinuar que muchos de las grandes discusiones del mundo actual no son más que pugnas puramente lingüísticas. Tal vez sea un tanto extremo afirmar esto categóricamente; sin embargo, tampoco es desproporcionado reconocer la gran relevancia que tienen las representaciones mentales y la articulación lingüística en nuestra intelección de los fenómenos. Así, en consonancia con tal planteamiento, es que adquieren sentido las palabras del filósofo canadiense Ian Hacking cuando afirmó que: “La verdad no surge de la correspondencia entre las oraciones y los hechos, sino de las maneras que nuestras palabras están enganchadas con el mundo (`nieve´ con nieve) y a través de ciertos mecanismos convencionales (…)” (Hacking,1973, p. 167)
La agenda de transformar información en reflexión
Tal como hemos visto, la organización y clasificación sistemática de los datos, de por sí constituye una actividad crítica; no obstante, podríamos decir que eso apenas supone una actividad preliminar, orientada a imprimirle orden y sentido de coherencia al tsunami de datos. Y es que, en esa tarea, se gana un poco en comprensión de conjunto y orden; sin embargo, aún queda pendiente el discernimiento de las fuentes, coherencia y fundamentación de esos datos, que no dejan de tener proporciones incalculables, por mucho que se organicen. Confrontados a ese escenario, se impone la necesidad de disciplinar nuestro pensamiento con habilidades y destrezas cognitivas y metacognitivas que le permitan operar en base a unos mínimos parámetros de rigor intelectual. Respecto a esta temática hay una bibliografía floreciente, algunos hablan de “virtudes intelectuales”, otros de “epistemología de la virtud”. Lo cierto es que, llamémosla como la llamemos, lo que se precisa es que todo dato que nos llegue pase por un examen básico de coherencia, profundidad argumentativa y fundamento.
Ampliando más todo lo apuntado, cabe agregar que esas habilidades reflexivas del pensamiento, derivadas del diálogo continuo con la cultura humanística, y, particularmente, la filosófica- pero diseñados didácticamente-, deberían comprender puntos tales como:
- Las condiciones de rigurosidad y de contenido de la información: La lógica y la teoría del conocimiento tendrían mucho que aportar en este sentido.
- El papel de la aproximación heurística e inquisitiva en el tratamiento de la información: La celebérrima mayéutica socrática y la idea de abducción, desarrollada por Charles Sanders Peirce aportarían elementos de singular valor en este punto.
- El fortalecimiento de los atributos del pensamiento reflexivo, tales como: la coherencia argumentativa, el discernimiento, el cuestionamiento a las fuentes: Estas temáticas han constituido algunas de las más preciadas por la Lógica, sobre todo cuando examina las nociones de argumentación y falacia (esto sin perder de perspectiva el profundo substrato epistemológico que subyace a estas disquisiciones.)
- La capacidad de situar los datos en su contexto social, cultural, histórico o coyuntural: Si bien es cierto el pensamiento filosófico adoleció de los sesgos eurocentristas durante mucho tiempo, hoy por hoy, podemos afirmar que el mismo fragor del debate ha propiciado la autoreflexión crítica del pensamiento filosófico a la luz de la experiencia intercultural.
El perfeccionamiento de la capacidad de vincular los conocimientos a nuestro crecimiento integral como personas y ciudadanos razonadores: sin lugar a duda, enseñanzas derivadas de deliberaciones en ramas como la Ética, la Filosofía de la Educación y la Filosofía Política, entre otras, han aportado mucho en cuanto a la redefinición de lo social, los conceptos emergentes de enseñanza y el trabajo colaborativo en escenarios virtuales.
Conclusiones
Retrotraer los tópicos clásicos del saber filosófico, cuya riqueza y capacidad de expansión es inagotable, nos ofrecería una arquitectónica o base teórica promotora de la valorización crítica y creativa de la vasta herencia cultural derivada del pensamiento humanista. Con lo cual, de igual manera, se abriría paso a paradigmas de educación reflexiva más actualizados; y se reforzarían las bases lógico-epistemológicas para profundizar la comprensión de un sinfín de tópicos sociales centrales en el mundo actual. Tópicos, por solo mencionar algunos, tales como: el impacto de la tecnología y la ciencia en la sociedad, la ética ambiental, relacionada al desarrollo tecnológico; el amplísimo espectro de temas abordados en el debate bioético; conceptos emergentes de sociedad y humanidad en el marco de los desarrollos científico-técnicos.
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