Lucía Brenes Cháves Universidad de Costa Rica LUCIA.BRENESCHAVES@ucr.ac.cr
El presente artículo contiene parte del sustento teórico que se tuvo en el Trabajo Final de Graduación para optar al grado de Maestría Académica en Estudios de la Mujer; y centra su objetivo en plantear algunos debates teóricos en torno a cómo se puede comprender el trabajo de las mujeres del campo tomando como base los planteamientos del feminismo marxista y otros enfoques que bien pueden dialogar con él; por lo tanto, los debates que aquí se presentan contienen fundamentalmente los aportes o discusiones que vienen dando las teóricas feministas sobre el trabajo de las mujeres, así como otros que permiten ampliar el marco de discusión desde teorías marxistas que no se contradicen con las primeras. De esta manera, el artículo que se presenta, plantea la comprensión y el análisis del trabajo femenino dentro de la división social y sexual del trabajo y cómo el espacio en que se realiza puede determinar la valoración que se haga tanto de la actividad en sí misma, como de lo producido en él. Asimismo, se analiza la relación entre las condiciones materiales de producción de las mujeres del campo en relación con esa valoración del trabajo femenino en espacios concretos.
This article contains part of the theoretical support that was taken in the Final Graduation Work to qualify for the Master's Degree in Women's Studies; and it focuses on some theoretical debates about how the work of rural women can be understood based on the approaches of Marxist feminism and other approaches that may well dialogue with it; Therefore, the debates presented here contain fundamentally the contributions or discussions that feminist theorists have been giving about the work of women, as well as others that allow to broaden the framework for discussion from Marxist theories that do not contradict the former. In this way, the article presented, presents the understanding and analysis of female work within the social and sexual division of work and how the space in which it is carried out can determine the assessment made of both the activity itself, as of what was produced in him. Likewise, the relationship between the material conditions of production of rural women in relation to that assessment of female labor in specific spaces is analyzed.
El trabajo femenino como categoría analítica y como elemento vital en la cotidianidad de las mujeres, ha sido conceptualizado y valorado a partir de diferentes perspectivas y enfoques, desde las más conservadoras hasta las más críticas. Esto ha permitido que lo podamos entender por un lado, como una realidad compleja, contradictoria, negada e invisibilizada; y al mismo tiempo, comprender que muchas de las críticas que hemos hecho a la noción tradicional acera del trabajo en donde se reduce únicamente a una relación obrero-patronal, es debido a que se niegan otras formas de trabajar y producir al margen o fuera del mercado, tal y como el que realizan las mujeres en el espacio doméstico de forma no remunerada, la producción de alimentos en las zonas rurales normalmente vinculada al trabajo doméstico, o bien el relacionado con los sectores informales del mercado de trabajo.
El presente artículo se posiciona desde uno de los debates teóricos al respecto sin pretender ser exhaustivo; debido, entre otras razones, a la amplitud de debates, enfoques y posiciones sobre el trabajo de las mujeres remunerado y no remunerado, que en algunos momentos coinciden entre sí y en otros se contraponen. Esta discusión es producto del trabajo final de investigación realizado para optar al grado de Maestría Académica en Estudios de la Mujer2, y forma parte del planteamiento teórico que sustentó la investigación, la cual tuvo como objeto de estudio analizar el valor simbólico del espacio y del trabajo que realizan las mujeres del campo frente a las políticas institucionales en materia agraria en el país.
A partir del análisis de los planteamientos de diferentes autoras que se han referido al tema, se utilizará de manera indistinta los términos: trabajo femenino y trabajo que realizan las mujeres, pues considero que el primero responde a una construcción sociocultural e histórica que organiza el trabajo a partir de la división dicotómica de lo femenino y lo masculino, y dentro de esta misma lógica, entiendo que las mujeres han asumido ese trabajo femenino como parte definitoria de sus actividades dentro de la división sexual del trabajo, con el valor que históricamente se le ha otorgado.
Por tanto, es necesario comprender que la división sexual del trabajo no se limita a la división espacial de actividades diarias o las actividades en sí mismas, sino que tiene que ver, sobre todo, con el valor simbólico y material que se le da a una u otra actividad, y este valor a su vez es un producto social, histórico y cultural.
Para María Flórez-Estrada: “la valoración simbólica es el conjunto de ideas y creencias consolidadas como estereotipos (...) que determinan el valor o aprecio que se tiene del trabajo que realizan unos y otras” (Flórez-Estrada, 2007: xxiv). Como conjunto de ideas que es, responde a un tiempo y espacio específico y, por lo tanto, a un sistema de valores y creencias sobre un objeto en particular, en este caso, sobre el trabajo que realizan hombres y mujeres. Esta valoración organiza, jerarquiza y determina qué elementos son considerados como de gran valía y cuáles son puestos en lugares inferiores en ese sistema de valoración. Entonces, como veremos más adelante, esta lógica de distinguir lo que es valioso de lo que no, responde en nuestro caso, a un sistema de valores arraigados a un modo de producción que ha venido separando el trabajo en términos de clases sociales, y a un sistema de ordenamiento patriarcal que define el valor del trabajo según sea considerado femenino o masculino, y según se realice por hombres o por mujeres.
De esta manera, el mismo trabajo realizado por hombres o mujeres tiene un valor diferente dentro del imaginario social, el cual se expresa entre otras cosas, en el reconocimiento social que tenga, en las condiciones materiales y sociales en que se realiza, y todo ello en relación directa con el espacio en el que se haga. En este sentido y dentro del modo de producción capitalista, las mujeres, por lo general, han sido consideradas como mano de obra complementaria en la mayoría de las actividades económicas, sin pensarse que prácticamente realizan el mismo trabajo que los hombres, además del trabajo de cuidados y reproducción que no es asumido por otros miembros de la familia, teniendo en cuenta además que este último ha sido valorado como no trabajo o trabajo no productivo; pues su valor proviene de lo que produce y de la posibilidad de ser intercambiado en el mercado.
Esto puede comprenderse a partir de lo que afirma Susan Himmelweit, cuando dice que “es bajo el trabajo asalariado donde la separación de trabajo y no-trabajo asume una forma particularmente rígida y clara, en donde el pago señala una distinción estricta entre trabajo y tiempo de ocio”. (Himmelweit, 2005: 49). Es decir, la relación salarial en el modo de producción capitalista vino a separar no sólo los espacios en donde se realiza el trabajo, sino el valor que se le asigna a partir de lo producido y dentro de una relación que permita un ingreso para la persona o el grupo familiar. De ahí que socialmente se le siga dando un mayor valor al trabajo que es remunerado y no a aquel vinculado con el cuido y la reproducción de la fuerza de trabajo y que por lo general no se remunera; salvo que sea realizado por personas (mujeres casi siempre) con quienes se establece una relación patronal mediada o condicionada por un salario establecido.
De esta manera, “mientras que el valor de la fuerza de trabajo masculina puede ser establecido en un nivel que incluya el costo de reproducción de la familia, es raro que la fuerza de trabajo femenina logre alcanzar tal valor, excepto en ocupaciones desagregadas, en donde la presencia de las mujeres es mínima o en los raros casos en donde la feminización de la fuerza de trabajo no ha hecho descender el valor de la fuerza de trabajo”. (MOLYNEUX, 2005: 49)
Es claro entonces que el valor que se le asigna al trabajo no depende de la actividad en sí misma sino de quien lo realiza y de lo que produce, y esto mismo determina el valor en términos salariales, es decir, la desigualdad en términos de la remuneración monetaria se determina, fundamentalmente, de si el trabajo se considera masculino o femenino, lo cual mantiene una desigualdad material entre hombres y mujeres que se desempeñan en el mismo trabajo. Esto responde a la feminización o masculinización de ciertas actividades o trabajos y al mismo tiempo determina y es determinado por el espacio donde se realiza; por lo tanto, para comprender el lugar que ocupa el trabajo que realizan las mujeres en nuestra sociedad, no basta solo con analizarlo como una actividad, sino esa actividad en un espacio en concreto.
En este sentido, el valor simbólico del trabajo de las mujeres puede comprenderse como aquel que ha sido asignado a partir de la idea construida y reproducida socialmente de inferioridad que tienen éstas con respecto a los hombres. Estas ideas y estereotipos construidos se expresan en la desvalorización social y económica que tiene el trabajo del cuido, de la alimentación familiar, entre otras, tareas todas asociadas a la capacidad biológica de engendrar y parir, lo cual se ha tomado como la razón única para mantener a las mujeres al margen de las tareas y espacios cuyo valor asignado es significativamente superior al suyo.
Al mismo tiempo, al concebirse el trabajo de los hombres como imprescindible para la producción de mercancías y para la manutención del grupo familiar, se le ha asignado un valor simbólico que permite la reproducción de la dominación masculina, materializada en la asignación de tareas dentro y fuera de los hogares (lo que podría denominarse segregación ocupacional por sexo, según varias autoras), y la valoración de superioridad o inferioridad de dichas tareas; razón por la cual el trabajo de los hombres sí cuenta a la hora de establecer valores mercantiles y por lo general percibe un ingreso superior al de las mujeres.
Así pues, “la segregación de los puestos de trabajo por sexos, al hacer que la mujer tenga los trabajos peor pagados, asegura también la dependencia económica de la mujer con respecto al hombre y refuerza la idea de que hay una esfera adecuada para el hombre y otra para la mujer” (Hartmann, 1996: 18). Por esta razón, aun cuando las mujeres tienen una clara presencia en el mercado de trabajo asalariado, esa segregación sigue definiendo no solamente los puestos que ocupan, sino la valoración que se hace de ciertas profesiones u oficios vinculados al cuido. Asimismo, esta misma segregación mantiene la distribución tradicional de las tareas domésticas, recargadas de manera significativa en las mujeres y ampliando las jornadas de trabajo para ellas; pues como bien se sabe, el trabajo extradoméstico remunerado no se traduce en una redistribución del trabajo doméstico no remunerado al interior de las familias.
A partir de dicha segregación se reproduce esa idea acerca del trabajo de las mujeres como secundario o complementario tan arraigado en el imaginario social, y que es el responsable de asignar un valor de inferioridad al trabajo femenino, pese a que realice las mismas tareas que han sido mejor valoradas y que han sido tradicionalmente masculinas. Esta situación se profundiza en las áreas rurales, pues a menudo, la división entre el trabajo doméstico y extradoméstico tiende a ser difusa en términos de espacios y de tareas.
Por ejemplo, en las áreas rurales, las mismas labores de siembra y cosecha tienen un valor distinto, no solamente por quién las realiza, sino por el espacio en dónde se realizan. Por lo general, las mujeres tienen sus sembradíos cerca de sus casas, mientras que los hombres mantienen su producción alejada del espacio doméstico y ocupan una mayor extensión que las mujeres3. En el caso de las mujeres, este espacio de producción es una extensión más del espacio doméstico, no solo por su ubicación geográfica de contigüidad en relación con la vivienda, sino porque el tiempo que dedican a ellos se encuentra dentro de su jornada de trabajo diario, el cual incluye, como he dicho anteriormente, los cuidados y la reproducción de la fuerza de trabajo. Así, la producción agrícola de las mujeres no es considerada como un trabajo que aporta más ingresos al hogar, y mucho menos como parte de la producción nacional de alimentos, sino como una tarea naturalizada, propia de las mujeres, y por lo tanto, de poco valor. A lo sumo se le considera como producción de alimentos dentro de la esfera doméstica, como parte de las tareas propias de las mujeres, y no como un aporte fundamental para el sostenimiento y reproducción del grupo familiar.
3 Esta situación, claro está, corresponde a aquellas familias conformadas por la mujer y su cónyuge. Vale aclarar que no se debe generalizar y, además, debe considerarse las dinámicas que adquieren las familias cuando la única persona responsable de la producción son las mujeres.
Como hemos dicho anteriormente, esto responde a la división sexual del trabajo que a su vez, determina y define el uso de los espacios y el valor que tienen éstos dentro de las sociedades en la dinámica de producción. Por esta razón, el trabajo que se realiza dentro del espacio doméstico, se hace sin remuneración ni reconocimiento alguno4, y el único trabajo que se remunera es aquel que se realiza fuera de la esfera doméstica, y es también el único que merece el reconocimiento, tanto social como económico, y sobre todo, simbólico, dentro del imaginario social.
Para Amaia Pérez, esta división “capta tres cuestiones. En primer lugar, se trata de un reparto sistémico de los trabajos; una distribución de tareas que no es fruto del azar ni de meras negociaciones individuales, sino de estructuras socioeconómicas y políticas que vuelven realmente difícil esa negociación, cuando no imposible. Segundo, el sexo funciona como criterio clave para repartir los trabajos (…) Y, en tercer lugar, en este reparto sistémico según el sexo, se asocian a la feminidad los trabajos que otorgan menor poder socioeconómico, los más invisibles (…) en el marco de una sociedad capitalista, estos son los trabajos que sostienen la vida: los trabajos residuales, los cuidados.” (Pérez, 2014: 171- 172)
Por tanto, no extraña que culturalmente, se sostengan actividades como el cuido y la reproducción de la fuerza de trabajo como tareas eminentemente femeninas, pues responde justamente a esa división que además, responde a los intereses directos del modo de producción capitalista el cual requiere de una constante presencia doméstica que abarate los costos de producción y reproducción de su fuerza laboral por un lado, y por el otro que también le genere riquezas por medio de su inserción directa en los sistemas concebidos como productivos. La relación entre remuneración y no remuneración de algunas tareas no son casuales sino completamente intencionadas a partir de dicha división sexual del trabajo.
Esta misma división entonces, determina también la división sexual de los espacios, tradicionalmente denominados como públicos y privados, la cual responde asimismo a dinámicas culturales que los van definiendo como espacios feminizados o masculinizados.
La razón de lo anterior reside en que “lo privado y lo público constituyen lo que podríamos llamar una invariante estructural que articula las sociedades jerarquizando los espacios: el espacio que se adjudica al hombre y el que se adjudica a la mujer”, y con ello el valor que adquieren las actividades que se realicen en uno u otro. (Amorós, 1994:1)
4 En este caso me refiero, específicamente, al trabajo doméstico no remunerado, el que se hace como un servicio a la propia familia, y en donde las mujeres que se dedican a él se consideran como población fuera de la fuerza de trabajo.
Debido a lo anterior, es que no considero que deba hacerse una división entre trabajo productivo y reproductivo, pues el trabajo femenino es mucho más complejo que eso. Las actividades que realizamos las mujeres en nuestra cotidianidad, confluyen entre espacios domésticos y extradomésticos, y la división entre ellos no es tan simple como se ha querido ver desde teorías más tradicionales o que entran con conflicto con el análisis feminista del espacio y el trabajo; igualmente, esta división no puede verse de manera tan reducida que tengamos que creer que si una actividad no produce plusvalía o algún tipo de ingresos, entonces no es del todo un trabajo productivo.
Esto pues “el sistema de los lugares y los tiempos tiene relación con algo más que la moda o las necesidades. Es producto - y a su vez genera- de relaciones de poder, con lo cual se constituye en una de las organizaciones sociales que contribuye más cotidianamente a la formación de personas mujer y personas hombre” (Gamboa, 2001: 9-10).
El espacio entonces, se convierte en un elemento definitorio de la valoración que adquieren las actividades sociales, económicas y políticas, y las personas que las realizan. Sin embargo, éste mismo adquiere valor dependiendo de quién lo defina y bajo qué circunstancias lo haga. Es decir, las personas sexuadas, generizadas, les confieren a los espacios el valor simbólico que determina, al mismo tiempo, el valor de las actividades que se realicen en ellos. En este sentido, es importante comprender que el espacio contiene una connotación simbólica que determina y es determinada por y mediante las relaciones sociales, por los procesos de reproducción de esas relaciones, por lo permitido y lo prohibido, lo valorado y lo no valorado, y fundamentalmente, por la manera dicotómica de comprender la realidad y las relaciones sociales en ella.
Ante una realidad tan compleja, dividir los espacios simbólicos en dos ha permitido justificar discursos y acciones que establecen una jerarquización en las relaciones sociales (y con ello se reduce, además, la relación dialéctica entre ellos). Como resultado de esta dicotomía, el valor del espacio simbólico que ocupan los hombres en sociedades androcéntricas, es diametralmente opuesto al espacio que ocupan las mujeres, por lo tanto, las actividades que se realicen en uno u otro contendrán ese mismo valor otorgado al espacio mismo; pues “desde las estructuras espacio-temporales se produce y refleja quién es quién, y a qué hora, quién hace qué y dónde lo hace” (Gamboa, 2001:10).
En este punto, es importante aclarar que el espacio no trasciende las relaciones sociales, ni se configura a sí mismo ajeno a ellas o por encima de ellas; es decir, no es ahistórico ni se produce ajeno al tiempo, sino que es producido y reproducido en la medida en que se reproducen esas relaciones. Su valor y significado se reconfigura socialmente, y es, al mismo tiempo, determinante de éstas. Según Lefevbre, “no se considera el espacio como un dato a priori (…) Se ve en el espacio el despliegue de una actividad social. Se establece, pues, un distingo entre el espacio social y el espacio geométrico, es decir, mental (...) Es político (...) y es un producto social. La producción del espacio no puede equipararse con la producción de tal o cual objeto particular, de tal o cual mercadería. Y, sin embargo, no deja de existir relación entre la producción de las cosas y la del espacio.” (Lefebvre, 1976: 40-47)
Es decir, no debe limitarse el análisis o la comprensión del espacio solamente en su dimensión física, sino, y sobre todo, en su dimensión social y económica; pues a partir de
dicha dimensión es que se puede entender el valor de la producción y la reproducción dentro de la división sexual y social del trabajo. No se trata únicamente de distinguir entre tareas específicas según sea hombre o mujer quien las realice, sino de los espacios determinados para ello, los cuales contienen una valoración en sí mismos. Un mismo espacio contendrá, pues, una valoración distinta dependiendo de qué se esté haciendo y quién lo esté haciendo.
Por ejemplo, el valor que adquiere la producción de alimentos depende entonces de quién la realice y de dónde la realice. En las relaciones de producción agrícola, el espacio geográfico tiene un valor simbólico que, a su vez, determina el valor de lo que en este se produzca. De esta manera, el espacio simbólico y social de lo doméstico le resta valor social y simbólico a lo producido en él, valorado generalmente como de subsistencia; mientras que el valor social y simbólico de lo producido fuera de él adquiere un valor de uso y de cambio reconocido y contabilizable incluso, para el cálculo del Producto Interno Bruto.
De esta manera, “el espacio social se constituye de tal forma que los agentes o los grupos se distribuyen en él en función de su posición en la distribución de las estadísticas según los dos principios de diferenciación5” (Bourdieu, 1997: 18). La distribución del espacio no depende de una cualidad natural ni de una acción voluntaria, sino de condicionantes sociales y económicas que determinan el espacio social dentro del cual nos tendremos que desenvolver. La posibilidad de ubicarnos en uno u otro depende, como lo dice el autor, de los principios de diferenciación, y a mi parecer, de las posibilidades de acceder a ellos, pues al mismo tiempo, esos principios de diferenciación no son determinantes, ni definitivos y ni voluntarios en la distribución del espacio social, sino que dependen de condiciones estructurales que posibilitan u obstaculizan el acceso a ellos. Así, la división del trabajo en términos de clase y género es una de esas condicionantes; y bien sabemos que la posición que una persona ocupe en esa división no es casual ni es voluntaria u opcional, sino que responde a las condiciones materiales que nos ubican en uno u otro espacio en la dinámica del mercado.
Así, “género y lugar se constituyen mutuamente y, a pesar de la movilidad que caracteriza la vida cotidiana de la sociedad actual y de los patrones homogenizadores que conlleva la globalización, los lugares siguen siendo importantes. Es en ellos donde se crean distintas relaciones de género, y reflejan y afectan tanto a la naturaleza de este espacio como a las ideas comunes sobre las formas aceptadas de lo masculino y lo femenino” (Baylina y Salamaña, 2006: 100).
El trabajo, como actividad ubicada en tiempo y espacio, refleja y al mismo tiempo se ve afectado por esas formas aceptadas genéricamente. El valor de uno u otro trabajo en relación con el espacio en que se realice no es casual ni ingenuo en cuanto a las relaciones de poder que encierra, no solo de clase sino y sobretodo, de género. Por tanto, “la interpretación de los distintos comportamientos espaciales pone de manifiesto que éstos tienen una raíz social y ninguna relación con las diferencias biológicas entre ambos sexos,
5 Según el autor, estos principios de diferenciación son el capital económico y el capital cultural, los cuales determinan la posición de cada agente dentro del espacio social.
como se ha comprobado en concreto en la discriminación que sufre la mujer en cuanto a accesibilidad y trabajo. (Sabaté, 1989:146)
Entonces, a partir de lo anterior, es posible comprender por qué la principal crítica que se hace al concepto tradicional de trabajo es “el rechazo a la referencia exclusiva al ámbito mercantil porque desdibuja la realidad negando la existencia de otros tipos de trabajos, fundamentalmente el trabajo doméstico realizado mayoritariamente por las mujeres” (Carrasco, 1999:29). Valorar el trabajo doméstico como trabajo es una de las principales luchas que se debe tener continuamente, paralela a la resignificación del espacio doméstico, no como un espacio de seguridad e intimidad, sino de dominación y opresión contra las mujeres.
La dicotomía público/privado no solamente nos refiere a ciertas actividades, sino a espacios sexuados con valoraciones diferentes según quién los ocupe, y al mismo tiempo al tipo de relaciones que se establecen en ellos. La naturalización de lo doméstico y privado con lo femenino no es casual. Contiene en sí misma la organización de dominación primaria en la sociedad, cuyo resultado es el confinamiento de las mujeres a dicho espacio. Esto es producto de la organización social y dicotómica de los sexos que le confiere a uno u otro un valor definido, partiendo del hecho de que “la organización social jerarquizada en géneros en función del sexo y de la reproducción, es la primera forma de organización económica” (Flórez-Estrada, 2007: 2); de donde se desprenden algunas de las principales formas de opresión y dominación hacia las mujeres.
Ello explica, por ejemplo, el hecho de que los instrumentos estadísticos para la medición del trabajo no contengan categorías que permitan visibilizar el trabajo doméstico realizado por las mujeres, y su contribución al ingreso familiar y a la producción nacional. Las mujeres que se dedican al trabajo de cuido en el espacio doméstico no remunerado, son consideradas como población económicamente inactiva, salvo cuando lo realizan fuera de su propia esfera doméstica y son remuneradas por ello. De lo contrario, su trabajo es concebido como natural y, por lo tanto, no necesita ser contabilizado.
De ahí que desde los análisis y críticas feministas hacia las concepciones tradicionales de trabajo, “existe un verdadero interés en replantear categorías tales como producción o trabajo para eliminar el sesgo ideológico que lleva a subvalorar o no considerar el trabajo de las mujeres: cualquier conceptualización de actividad económica debe incluir todos los procesos de producción de bienes y servicios orientados a la subsistencia y reproducción de las personas, independientemente de las relaciones bajo las cuales se produzcan”. (Carrasco, 1999: 35)
Sea remunerado o no, en espacios domésticos o fuera de ellos, el trabajo conlleva la producción de bienes y servicios, así como la transformación de materia prima en productos para el consumo. Estas actividades han sido consideradas como trabajo en la medida en que se hagan para obtener un ingreso y su producto tenga un espacio dentro del mercado; de lo contrario, como sucede con el trabajo doméstico, no adquieren ni generan valor. Por ejemplo, la industria alimentaria ocupa un lugar de privilegio en los mercados mundiales dado su valor para la satisfacción de una de las necesidades básicas de mayor demanda, tanto para su consumo como para la lógica del mercado. Pero si los alimentos son preparados en el espacio
doméstico y además por mujeres, el valor que tiene es básicamente para el grupo familiar que se beneficia de este servicio, y el pago que reciben a lo sumo, se reduce al afecto.
Lo anterior podría comprenderse a partir del concepto de Bourdieu sobre el capital simbólico, del cual dice que es “una propiedad cualquiera, fuerza física, riqueza, valor guerrero, percibida por unos agentes sociales dotados de las categorías de percepción y de valoración que permiten percibirla, conocerla y reconocerla [...] El capital simbólico supone la existencia de unos agentes sociales constituidos, en sus modos de pensamiento, de forma tal que conozcan y reconozcan lo que se les propone, y que le otorguen crédito, es decir, en algunos casos, obediencia, sumisión” (Bourdieu, 1997:172 y 175). En el caso de la división sexual del trabajo en el plano de lo doméstico, dicho capital es propiedad de los hombres en tanto proveedores y protectores del grupo familiar, y las mujeres responden a él por medio de la sumisión y la obediencia, así como su posición secundaria (o negada) en dicha relación.
Esta noción de capital simbólico nos permite, pues, entender por qué unas profesiones u oficios tienen mayor reconocimiento que otros y ese mismo reconocimiento hace que un mismo espacio adquiera una valoración simbólica diferente dependiendo de su uso; por ejemplo, un espacio hospitalario adquiere una valoración distinta cuando es ocupado por médico o médica que por un o una profesional de enfermería; pues el ejercicio de la medicina ha sido culturalmente concebido como masculino mientras que la enfermería se acerca más a las profesiones dedicadas al cuido, por ende, femeninas. Igualmente ocurre en los espacios académicos vinculado además con el tipo de carrera que se estudie. No es la misma relación que establecen las y los estudiantes con sus docentes hombres que con sus docentes mujeres; pues de las últimas se espera que sean más comprensivas que los primeros; y por lo tanto, la forma en que se ocupa el espacio del aula sea distinto según quién esté a cargo de un curso.
Es necesario asimismo tener claro que la división social y sexual del trabajo y el valor que se le da a éste cambia de manera significativa según la región o zona en la que se dé. Las mujeres del campo tienen características laborales distintas a las de zonas urbanas, que requieren análisis particulares y con categorías distintas. Esto se debe a la forma en que se ha concebido lo rural frente (o en contraposición) a lo urbano. Lo urbano es sinónimo de desarrollo, de avances, de concentración y centralización de las decisiones y del poder político y económico, mientras que lo rural es todo lo contrario. Alrededor de los espacios rurales se ha construido una idea de retraso, de rezago en todas las áreas de la vida en sociedad, de lo antiguo, y de un recuerdo casi olvidado de las sociedades precapitalistas, lo cual los hace tener un valor, dentro del imaginario social, como aquello que debe ser superado.
Como lo afirma Harvey, “la creación de las grandes ciudades y la urbanización acelerada hicieron a las ciudades dominar el campo [...] La urbanización concentra fuerzas productivas y la fuerza de trabajo en el espacio, transformando poblaciones dispersas y sistemas descentralizados de derechos de propiedad en concentraciones masivas de poder político y económico” (Harvey, 2006:198). Esta transformación es la que a menudo justifica esa sobrevaloración de las ciudades frente a los espacios rurales, sin querer con esto caer en dicotomías que impiden comprender la complejidad de construcción social de los espacios y las interrelaciones entre estos. No obstante, no podemos negar que, frente a lo rural, las
ciudades se ven como el espacio desarrollado por excelencia, dada esa concentración de los medios de producción, y a su vez, la conglomeración de la población alrededor de dichos medios.
En este sentido, las personas que habitan los espacios rurales son concebidas igualmente rezagadas dentro de la dinámica social y económica y, por lo tanto, su trabajo es valorado como de segunda categoría y fácilmente sustituible. De ahí que el trabajo de las mujeres no se considere un aporte importante a la economía nacional o local, ni se contabilice dentro de los rubros relacionados con la producción nacional de alimentos, sino que a menudo, los proyectos femeninos son vistos como pasajeros, con poca sostenibilidad y poca viabilidad dentro del mercado nacional.
Lo anterior, permite ver la necesidad de comprender las condiciones de producción de las mujeres en relación con los espacios donde los realizan, tanto en la relación entre el espacio doméstico y extra doméstico, como en la relación entre lo rural y lo urbano.
A partir de los planteamientos anteriores sobre el espacio y el trabajo femenino, es importante analizar cuál es la relación entre el valor de éstos y las condiciones de trabajo de las mujeres en cuanto a medios de producción se refiere.
A grandes rasgos, las condiciones de producción se determinan por el acceso real a los medios de producción, los cuales pueden definirse de manera general como todos los insumos materiales que se requieren para realizar una tarea específica. En el caso de las mujeres del campo, éstos refieren al acceso a la tierra, a materia prima como semilla y agua, y otros insumos para la producción tales como herramientas, plaguicidas o abonos orgánicos, entre otros. Igualmente, no se reduce a tenerlos o no, sino a las condiciones en las cuales se tiene acceso a ellos; es decir, la posibilidad de ser dueñas directas de dichos medios y los recursos con los que se cuenta para obtenerlos.
Comprender estos elementos tan básicos, pero a la vez tan complejos, permite igualmente entender la dinámica de la economía familiar campesina, pues en este caso el acceso a medios de producción depende de toda una organización familiar, desde la forma de producir hasta las estrategias para sobrevivir en caso de que la producción entre en crisis; y sobretodo, de la concentración de estos medios en una sola figura, por lo general, la masculina.
Carmen Deere y Magdalena León (1982), definen la economía familiar campesina como “un sistema agrícola familiar, no como sistema de producción masculino, que incluye una serie de tareas que van más allá del trabajo del campo directo y de la producción agrícola, y que se refieren, entre otras, al cuidado de los animales, limpieza y selección de semillas, trabajos domésticos para mano de obra extrafamiliar, procesamiento y transformación de los productos, almacenamiento y mercadeo”. (Deere y León, 1982; citadas por León, Prieto y Salazar 1992:10). Es decir, contrario a lo que socialmente se piensa del trabajo agrícola, éste no recae exclusivamente en los hombres, sino que en estas tareas suele haber una presencia
importante de las mujeres durante todo el proceso de producción, a menudo considerado como extensión del trabajo doméstico.
Las horas durante el día se reparten entre el cuidado y reproducción de la familia, el cuido de los huertos familiares, la elaboración de productos para el autoconsumo o venta, y la participación, en algunos casos, en organizaciones comunales. Entre una y otra actividad, el cuido, sobre todo de los hijos o hijas es continuo, en especial cuando tienen poca edad. Y en medio de estas actividades, se establecen, como mencioné anteriormente, relaciones definidas por el grado de dependencia, solidaridad o dominación entre miembros de su grupo familiar, o con vecinas y vecinos.
Sin embargo, “a pesar del esfuerzo desplegado en las actividades productivas, muchas mujeres que laboran en pequeñas unidades agropecuarias no son consideradas parte de la PEA (población económicamente activa), y su contribución a la producción agrícola, especialmente a la de alimentos, está pobremente representada en las estadísticas laborales” (Kleysen y Campillo, 1996: 15).
Las actividades que realizan las mujeres del campo de manera simultánea, son vistas como labores complementarias para la subsistencia, aun cuando en muchos casos constituyan parte fundamental del consumo familiar. Sea por intercambio o por venta directa, los productos que cosechan o elaboran constituyen un ingreso importante para muchas familias, a pesar de no siempre aparecer en las estadísticas o tener un espacio permanente dentro del mercado.
Como bien lo afirman las autoras anteriormente citadas, “adicionalmente a la producción agrícola, en la explotación se realizan otras actividades económico-productivas. Los alimentos pueden ser procesados, ya sea como otro paso en la cadena de actividades agrícolas o ganaderas, o como una actividad industrial separada usando insumos comprados fuera de la finca. Pueden también producirse artesanías” (Kleysen y Campillo, 1996: 24). En la mayoría de las familias dichas actividades son realizadas por mujeres dentro del espacio doméstico, y es lo que posibilita, en muchos casos, que las familias mantengan unas condiciones de vida que les permita satisfacer sus necesidades básicas y de producción (aunque la satisfacción de necesidades de producción sea atribuida a los hombres de la unidad productiva). Si bien no se puede generalizar ninguna afirmación, en la mayoría de los casos, el hecho de que lo realicen dentro del espacio doméstico permite que no se alteren los tiempos dedicados al cuido, las jerarquías que esto conlleva entre sus miembros, y las relaciones de dominación/subordinación se mantienen sin ningún cuestionamiento.
A la vez esto permite que la concepción del trabajo de las mujeres como no productivo, conlleve a que el acceso que tienen a los medios de producción sea muy limitado. Ello hace que sea mayor la tendencia a depender de los insumos que adquieren los hombres y que no se beneficien directamente de las ganancias obtenidas. Esta misma idea de considerar a las familias campesinas como núcleos perfectamente organizados hace que los medios para producir no se distribuyan entre sus miembros y como consecuencia, los bienes se concentren en pocas manos.
En el caso de la tierra, debemos comprender que ésta “es la base material esencial para el trabajo de subsistencia de las mujeres, que a su vez es la principal fuente de «seguridad alimentaria» de millones de personas en todo el mundo. (Federici, 2013: 224). Entonces, al ser la base material para la subsistencia de la vida campesina, su valor va más allá de una simple mercancía, pues se convierte en un medio fundamental para asegurar no solo la producción sino la vida misma de quienes la trabajan y la ocupan. Las tensiones históricas en torno a la tierra refieren también a tensiones de carácter de clase, pues su acumulación en pocas manos ha significado la expropiación de miles de campesinos y campesinas alrededor del mundo. Y dentro de esas tensiones, las mujeres han estado presentes en todo momento, aun cuando continúan siendo quienes menos tienen acceso a ella de manera directa.
Magdalena León, Patricia Prieto y Ma. Cristina Salazar, afirman que “la tenencia precaria de la tierra, tal como se da en la realidad, está, de hecho, distorsionada a favor de los varones por el reconocimiento social que se da a su rol de productores, negado a la mujer (...) La invisibilización social del trabajo de la mujer reproduce la desigualdad social vigente en los roles sexuales, que se confirma en la menor adjudicación de títulos a las mujeres” (1992:17).
Esta situación conlleva una serie de desventajas para las mujeres, pues al carecer de un reconocimiento social e institucional de su trabajo, las posibilidades de acceder a otros medios de producción se ven limitadas, salvo que sea por sus propios medios; y como sabemos, un porcentaje importante de mujeres campesinas viven en condiciones de pobreza. Ello significa una reducción en sus posibilidades de desarrollar proyectos propios o en coordinación con otras mujeres, pues al no tener propiedades a su nombre, se limitan el acceso al crédito u otro tipo de servicios.
Como lo afirman Carmen Deere y Magdalena León, “durante muchas décadas, la visión estereotipada de la agricultura campesina latinoamericana ha definido la parcela o finca familiar basada en una división del trabajo según la cual el jefe de hogar es el principal agricultor, y la esposa es tan sólo la ayudante” (1998: 255-256).
Esta concepción del trabajo doméstico y agrícola de las mujeres afecta directamente las posibilidades de acceder ellas mismas a medios de producción, sin que medie la presencia de un hombre que responda por éstos.
Por esta razón, cuando se plantea por ejemplo el tema de acceso y tenencia de la tierra y otros medios de producción, hay que tener claro cuál es el significado material y simbólico que contiene, pues de esa manera se podrán dimensionar sus implicaciones para las mujeres campesinas. En primer lugar, en las áreas rurales su significado se construye en torno a fuentes de subsistencia y producción. Es, asimismo, la garantía con la que muchas campesinas y campesinos cuentan para tener acceso a créditos y otros servicios.
Sin embargo, como lo menciona Frank Vogelgesang (2003), la realidad del campo en América Latina actualmente es de una gran inequidad en cuanto a la distribución de la tierra, estando ésta en muy pocas manos, y dando como resultado una gran proporción de personas que luchan por acceder a ella. Dentro de esta inequidad distributiva, las mujeres son las menos consideradas a la hora de distribuir parcelas para la producción agropecuaria,
quedando subordinadas a las posibilidades y decisiones de los hombres con respecto a los medios de producción.
La falta de reconocimiento por parte de quienes elaboran las políticas públicas, de la situación en la que se encuentran las mujeres, hace que se continúen reproduciendo las relaciones de desigualdad entre los géneros, bajo el supuesto de que el incorporar la categoría de género en los planes y proyectos, ya se está planificando de manera inclusiva. La falta de mecanismos de seguimiento, de evaluación del impacto a mediano y largo plazo de las políticas agrarias y de derechos de propiedad, así como la reducida promoción de la participación de las mujeres en los mismos procesos de planificación, hacen que estos esfuerzos se queden en el discurso.
Lo anterior, tiene mayores repercusiones si se considera que dadas las desigualdades de género que se presentan en el seno del hogar en lo que respecta a la distribución de beneficios, a las diferencias en cuanto a cómo gastan hombres y mujeres sus ingresos, y a los nexos positivos entre el estado nutricional de los hijos y el ingreso controlado por sus madres, el riesgo de pobreza y el bienestar físico de una mujer y sus hijos dependen significativamente de si ella tiene o no acceso directo al ingreso y a recursos económicos productivos como la tierra. (Agarwal, 1994)
A pesar de que estas afirmaciones podrían interpretarse como reproducción de la división sexual del trabajo tradicional, lo cierto es que mientras no haya una transformación profunda y estructural con respecto a las relaciones entre hombres y mujeres, la seguridad de estas últimas dependerá directamente del bienestar de los hombres, y las posibilidades de construir su propia autonomía se verá cada vez más limitada. De ahí que los esfuerzos que se hagan en esta línea, deben tener un efecto positivo para las mujeres, y los logros que se alcancen deben tender a esa transformación, al punto de verse el bienestar de las mujeres como una meta para ellas mismas, y no en función de las familias, como tradicionalmente se ve.
Frank Vogelgesang plantea que “en las zonas rurales la tierra desempeña una función económica de primordial importancia. Es, simultáneamente, el principal factor de producción, fuente de empleo y repositorio de riqueza personal. En las sociedades rurales, la condición social de las personas y las relaciones de poder suelen estar determinadas, en lo fundamental, por la estructura de tenencia de tierra.” (2003: 30). Dado lo anterior, al situar a las mujeres en un lugar marginal en relación con el acceso a la tierra, su condición social y su actividad económica se ven muy comprometidas y en una situación de mayor vulnerabilidad productiva y personal.
Esta es una de las razones por las cuales las mujeres han estado presentes históricamente en las luchas por la tierra, con el agravante de que actualmente “la producción de subsistencia de las mujeres se enfrenta a la presión de las compañías agroalimentarias para reducir las tierras de cultivo -una de las principales causas del aumento de los precios y de las hambrunas- mientras que aseguran cierto control sobre la calidad de los alimentos producidos y protegen a los consumidores de los cultivos manipulados genéticamente y envenenados con pesticidas”. (Federici, 2013: 241)
Ante esto, es necesario continuar comprendiendo que la lucha por la tierra en términos amplios, no se restringe únicamente a un asunto cultural como a menudo quiere verse sino que responde a una necesidad fundamental relacionada con la reproducción y sostenibilidad de la vida misma, y su defensa es también una forma de resistir ante los avances de la agroindustria con el beneplácito de los gobiernos de turno, y de las políticas de los organismos financieros internacionales que han definido que la tierra es un bien mercantilizable, situación que pone en riesgo no solamente la susbistencia de quienes la trabajan, sino de quienes consumimos lo que ahí se produce.
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